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El oro y la diversificación

El oro ha ganado protagonismo en el debate inversor. No es solo por el precio —un nuevo máximo en torno a los 3.930 dólares por onza y un avance cercano al 50% en lo que va de 2025, con un septiembre que rozó el 12%, el mayor salto mensual desde 2011—, sino por la naturaleza del movimiento. Lo que vemos no encaja con un mero episodio de aversión al riesgo, ni tampoco con la clásica rotación táctica de manual. Empieza a consolidarse una idea más profunda:


el metal está dejando de ser una posición oportunista para reclamar un sitio estructural en la composición de carteras.

La clave está en el comprador marginal. Durante años, el relato del oro fue el de un activo refugio intermitente, apoyado en shocks geopolíticos, en miedos inflacionistas que no siempre se materializaban o en la debilidad puntual del dólar. Hoy, en cambio, se observa un patrón distinto. A las compras persistentes de bancos centrales —de horizonte largo y lógica de diversificación de reservas— se suma una base más amplia de inversores institucionales que se acerca al oro, no como apuesta direccional, sino como pieza estable del asset mix. El termómetro más visible son los fondos cotizados respaldados por metal: las entradas acumuladas superan los 60.000 millones de dólares en 2025 y las tenencias rondan las 3.800 toneladas, niveles próximos a los picos de la pandemia. No son flujos de “turismo financiero”; son asignaciones que, en muchos casos, se están constituyendo como parte del núcleo de la cartera.


Hay un telón de fondo que ayuda a entender este cambio. La volatilidad recurrente de la renta fija ha puesto en cuestión, al menos en ciertos tramos del ciclo, su papel amortiguador frente a la renta variable. Cuando bonos y acciones se mueven al unísono en episodios de estrés —como en 2022—, el valor de un activo que no es el pasivo de nadie, sin riesgo de crédito ni de dilución y con dinámica propia frente a tipos reales y divisa, adquiere otro significado.


De ahí que hayan aparecido propuestas —todavía no “canónicas”, pero cada vez más debatidas— que sitúan al oro como tercer pilar junto a acciones y bonos, con esquemas 60/20/20 que tratan de institucionalizar su función diversificadora. El punto de partida, además, es propicio: encuestas recientes a gestores sitúan el peso medio del oro alrededor del 2%. Si una fracción del mercado decide migrar hacia rangos de doble dígito bajo, el flujo estructural resultante puede sostener la presencia del metal en las carteras más allá del ciclo noticioso.


No obstante, conviene huir de los argumentos de fe. El oro no paga cupón ni dividendo; su utilidad es otra. Sirve para reducir riesgo de cola (tail risk) cuando la narrativa macro se enreda, para mejorar el perfil de la cartera en episodios de correlación elevada entre renta variable y crédito, y para ofrecer una cobertura razonable ante sorpresas inflacionistas cuando los tipos reales se relajan o el dólar pierde tracción.


También tiene talón de Aquiles: un repunte sostenido de tipos reales —porque el crecimiento sorprende al alza mientras las expectativas de inflación se moderan— pesa sobre un activo que, por definición, no genera flujos. Lo mismo ocurre con un dólar estructuralmente fuerte. Y el canal de entrada dominante, los ETFs, tiene una simetría conocida: el mismo tubo que empuja también acelera salidas si la psicología cambia. Integrar el oro con rigor implica reconocer esos límites, medirlos y gestionarlos con reglas.


Desde un punto de vista operativo, el debate más interesante no es si hay que comprar oro hoy (market timing), sino qué función queremos que cumpla el oro en nuestra cartera y con qué política de inversión. Para un perfil equilibrado que busca estabilidad intertemporal, tiene sentido pensar en rangos objetivo acotados y predefinidos —por ejemplo, pesos de un dígito medio— y aplicar rebalanceos periódicos o por bandas que obliguen a vender cuando la posición se estira y a recomprar cuando se contrae. La disciplina del rebalanceo es precisamente la que convierte un activo volátil y sin rendimientos explícitos en una fuente de mejora de la relación rentabilidad-riesgo a largo plazo, porque fuerza a monetizar los tramos de exceso de entusiasmo y a recomponer la cobertura cuando deja de estar de moda.


Respecto al vehículo a escoger para exponernos al oro, tiene que estar subordinado al propósito. Si la función del oro en la cartera es como núcleo diversificador, los ETFs o ETCs físicos con custodia asignada, políticas claras de no préstamo y costes totales transparentes suelen ser la primera opción por liquidez y operativa. Para quien busque convexidad y acepte riesgos operativos, la renta variable de mineras introduce una beta superior al oro con exposición a costes, jurisdicción y disciplina de capital de las compañías. Los derivados futuros, opciones permiten ajustar coberturas y gestionar con eficiencia de margen, a costa de una gobernanza estricta del roll (es decir, ir renovando la posición conforme los contratos van venciendo) y del consumo de liquidez en momentos tensos. El oro físico, por su parte, mantiene el atractivo de la mínima contraparte, aunque exige pensar en logística, seguridad y liquidez. No hay un camino único; lo que hay es coherencia entre función, horizonte y tolerancia a “sequías” de rentabilidad.


Para gestionar el oro con cabeza, es útil mantener un pequeño cuadro de mandos que no depende de titulares, sino de variables con poder explicativo. Los tipos reales a 10 años siguen siendo la brújula macro más fiable. El índice del dólar ofrece una lectura rápida de viento de cara o de cola. Los flujos a vehículos cotizados sirven como indicador de comportamiento del dinero marginal. Las compras netas de bancos centrales, aunque de frecuencia más baja que hace unos años, son un reflejo de la demanda estructural subyacente. Y el posicionamiento de los grandes participantes en derivados, junto con la forma de la curva de futuros, aporta señales complementarias. Ninguna de estas métricas obliga a actuar por sí sola, pero dos o más alineadas justifican ajustes dentro del rango objetivo sin dramatizar la tesis.


Queda, por último, la cuestión de la “exageración”. ¿No estaremos sobrerreaccionando a un ciclo alcista que puede revertirse con la misma velocidad? Es una objeción razonable, y precisamente por eso el enfoque correcto es el de política estructural, no el de market timing. Definir de antemano qué te llevaría a reducir exposición —por ejemplo, un régimen de tipos reales persistentemente al alza, un dólar fortalecido por diferenciales de tipos y un deterioro claro de los flujos— evita convertir una pieza de ingeniería de cartera en una apuesta emocional. El oro no debe ser el eje de la rentabilidad futura, sino un estabilizador que aporta seguridad cuando las otras dos columnas de la cartera —renta variable y renta fija— caen al mismo tiempo.


El rally de 2025, con todo su brillo, es menos interesante que el cambio de conversación que ha traído. No discutimos ya si el oro “funciona” cada trimestre, sino qué rol estable puede desempeñar en carteras que aspiran a navegar ciclos con menos sobresaltos. Si una parte significativa de los inversores asigna pesos para el oro que antes eran anecdóticos, la presencia del metal en la asignación perdurará más allá del titular de hoy.


Y si no ocurre, nada grave: una política de rangos y rebalanceos convertirá cualquier exceso en oportunidad para volver al punto de equilibrio. En tiempos en los que el relato detrás de la 60/40 se tambalea, añadir oro a la cartera me parece un sano ejercicio de prudencia.

 

1 comentario


Daniel Bassa
06 oct

Excelente, muchas gracias.

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